
Una tarde, al salir del trabajo, se avistaba una buena tormenta. A los 50 metros comenzó a llover, la típica tormenta de verano, rayos, truenos y agua en cantidad. Le miré, me miró y ambos echamos a correr. En ese instante, mientras corríamos, me puse a pensar. Cuando uno corre es porque sabe que va hacia algún lugar. Yo tenía un refugio donde guarecerme, sabía hacia dónde me dirigía pero ¿y él?. Caí en la cuenta que él corría hacia ninguna parte, no tenía donde guarecerse, no tenia quien le diese cobijo pero, aún así, corría conmigo. Para él no era importante hacia dónde se dirigía sino con quién recorría el camino. Al llegar a la puerta de casa, la abrí, me giré, le miré y con un discreto gesto le pedí que entrase. Ese día, aquella puerta se convirtió en una metáfora de mi corazón.
Nuestro proceso de conocimiento mutuo, a partir de ahí, fue lento. Hubo un amor a primera vista pero el asentamiento fue duro. Él era como el vagabundo, criado en la calle, sin ninguna norma que cumplir. Yo era como la dama, llena de manías y estereotipada. Fuimos aprendiendo el uno del otro y sin darnos cuenta nos hicimos inseparables. Ya era uno más de la familia. Durante catorce años hemos vivido mucho. Ha sido testigo de mis miserias, de mis celebraciones, alegrías y penas. Yo he sido testigo de su vida. El 23 de Mayo empecé a andar mi camino sola y aunque le echo de menos cada día, me queda la satisfacción de pensar que ambos fuimos felices.